Libertad religiosa: una mutación constitucional

Libertad religiosa: una mutación constitucional

Rafael Estrada Michel

Las siguientes ideas pretenden sugerir la generación de una normativa en materia de libertad religiosa que impacte a un tiempo en los ámbitos orgánico-procesales y -más importante- en los culturales, sobre la base -a mi manera de ver, incontestable- de que la Constitución general de la República ha mutado, lo que implica que no puede ser leída ya con gafas autoritarias, sino que requiere la interpretación propia de un Estado democrático de Derecho. En esto debemos estar de acuerdo todos los liberales: los de signo conservador y de los de talante progresista. Fuera de ello no hay más que desprecio por la libertad, disfrazado con (im) pertinentes credenciales ideológicas, pero desprecio al fin.

“Mutación constitucional”, escribimos, en efecto: figura de “explorado Derecho”, como dicen los juristas, en otras latitudes, pero que entre nosotros no ha acusado recibo suficiente para sus benéficos alcances. Merced al cambio de circunstancias, trae consigo la mutación una posibilidad invaluable: la de leer en forma distinta textos que permanecen idénticos. Así, a nadie debería ocurrírsele, tras el cambio democrático de estructuras (incluyendo a las judiciarias) que innegablemente ha experimentado México, aplicar en sus términos originales el artículo 33 para expulsar arbitrariamente al extranjero considerado pernicioso por el Ejecutivo de la Unión. O pretender suspender los derechos políticos a aquel que se halle vinculado a un proceso penal y espere sentencia privado cautelarmente de su libertad corporal (artículo 38 fracción II). O buscar, ahora que tenemos una Justicia constitucional que desde 1995 pretende funcionar en plenitud, una “exacta aplicación de la ley” (artículo 14) por lo demás imposible y violatoria de la garantía de flexibilidad hermenéutica e interpretativa. O creer, como muchos creen (pues es materia de fe ciega) que es válido “imponer” prisión preventiva oficiosa a quienes han incurrido en el catálogo de faltas que acrece el legislador constituyente sin respeto alguno por el principio de progresividad de los derechos fundamentales y por las recientes resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (estoy haciendo referencia al tristemente célebre artículo 19 segundo párrafo, en abierta antinomia respecto del tercer párrafo del artículo 1º). Y como ellos, podríamos dar ejemplos que son legión.

Pues bien, en materia de libertad religiosa, como en cualquier otra materia de libertades, el orden constitucional mexicano ha mutado, y cabe decir que ha consolidado su mutación. No resulta aceptable seguir leyendo la Constitución con ánimo jacobino, por más “principios históricos” a los que se apele (porque hay que decir que en esta materia, inconcebiblemente, los jacobinos no desprecian la Historia como antónimo de la presunta Razón: es caso único, inédito e irrepetible). Sólo cabe la lectura propia de un Estado constitucional y democrático de Derecho que no pretenda, por ejemplo, equiparar con lo religioso (y, por ende, prohibirlo) todo discurso que pretenda hallar la dignidad en cualquier expresión de la condición humana, o bien prohibir la reivindicación del valor de las expresiones culturales (y aún de las morales y de las jurídicas) que posean su origen en la manifestación de determinada religión, o limitar las expresiones espirituales, incluyendo aquellas que sostengan una visión providencialista de la Historia humana. De todo se vale en la viña del Señor, y el Estado pluralista ara en más de un surco de ella. 

Resulta vital, por tanto, que los beneficios de la estructural reforma constitucional en materia de Derechos Humanos (2011) -que en buena medida vino a darle cariz definitivo a nuestra transición democrática- cobren plena vigencia en el ámbito de la libertad religiosa, cuestión frecuentemente relegada por el medio imperante que nos incuba y que moldea a nuestras crías en una mitología laicista de tufo francamente retardatario. 

Para ello, la normatividad secundaria que eventualmente se expida en México (si es que algún día llega, pues sabemos que el Parlamento no es muy proclive a listar los temas tabú) tendrá que hacerse cargo de que el nuestro es un Estado constitucional y, por ende, permitir que los operadores jurídicos utilicen los principios pro persona y pro dignitate, así como la interpretación conforme y el control de convencionalidad, con miras a ensanchar los cauces por los que debe discurrir una materia tan delicada como es la religiosa.

Precisamente por la operación del criterio pro dignitate toda discriminación que se traduzca en perdida o menoscabo de derechos fundamentales y que se derive de cualquier motivo relacionado con la dignidad humana (entre ellos, el pensamiento y las creencias) deberá ser expulsada no sólo del sistema de fuentes jurídicas del Estado mexicano, sino del conjunto de las operaciones públicas en nuestro país.

Así, la normatividad propia de un Estado constitucional y democrático debería hacerse cargo de colocar fuera de discusión la naturaleza jurídica de la libertad religiosa como un derecho: a) universal; b) inenajenable; c) incondicionado (esto es, no sujeto a ningún modo o carga, aunque con los límites razonables propios de la debida imparcialidad) y d) fundamental (puesto que de él se derivan otros: es capital no sólo para la convivencia, sino para la concatenación de las prerrogativas propias de la condición humana, y es basilar para la más importante de las libertades, la de pensamiento y conciencia).

Dado que nadie puede ser discriminado por sus creencias, el Estado ciertamente deberá abstenerse de imponer (o incluso de promover) cualquier tipo de ellas (incluyendo, por supuesto, a la ausencia de creencias religiosas). La laicidad del Estado, entendida saludablemente como neutralidad, prohíbe en consecuencia el laicismo militante desde las esferas de ejercicio del poder público.

De ello deriva el deber del Estado traducible en no obstaculizar el ejercicio del derecho fundamental a la libertad religiosa, puesto que todo obstáculo al ejercicio de esta (no confundir con los debidos límites que el propio deber de neutralidad impone) resultaría discriminatorio y, por tanto, contrario al orden constitucional mexicano. A esta no obstaculización debe dársele, además, un tratamiento pro persona, que no es otro que el que, por disposición constitucional, favorece en todo tiempo a las personas la protección más amplia que en Derecho corresponda. Ha de interpretársele, por tanto, conforme a los valores del ordenamiento, esto es, en armonía con el resto de los dispositivos fundamentales y procurando recibir la irradiación de los principios y valores que la jurisprudencia interamericana, sin olvidar la comparada, en especial la europea, ha ido develando en ejercicios civilizatorios cada vez más apreciables y, sostengo, benéficos.

La ausencia de obstáculos al ejercicio de la libertad religiosa y espiritual debería poderse observar: a) en el régimen patrimonial de las asociaciones religiosas; b) en su regulación tributaria y financiera; c) en el ámbito de la formación y difusión de las verdades que consideren propias de su espiritualidad; d) en materia de culto público y de expresiones culturales de origen religioso en espacios no privados; e) en el estatuto personal que corresponde a los ministros, sacerdotes y personas de vida consagrada.

En cuanto al régimen patrimonial, es imprescindible profundizar en las disposiciones que paulatinamente se han ido acercando a la normalidad en las adquisiciones y en el régimen de derechos reales propio de las relaciones civiles. Se ha avanzado desde el año 1992, no cabe duda, pero las modalidades a la propiedad siguen poseyendo un ámbito de franca e injustificada restricción de la libertad religiosa. En este aspecto, no sólo el Derecho comparado sino el control de convencionalidad -que es obligatorio para todos los juzgadores de la República- puede arrojar lecciones muy valiosas.

Otro tanto puede decirse del régimen fiscal y financiero propio de las Iglesias. Para evitar cualquier discriminación negativa, es conveniente valorar el régimen no preferencial que el principio histórico de la separación entre Iglesia y Estado ha permitido consolidar en nuestro país. Se impone, sin embargo, repensar el régimen de tributación, así como los controles sobre el origen de los ingresos que reciben las Asociaciones religiosas, dado que muchas veces riñen con la tutela efectiva de la libertad, convirtiéndose en instrumentos controladores, intervencionistas, invasivos, iliberales, discriminatorios e injustificados. Un correcto modelo de incentivos fiscales permitiría, por ejemplo, que las Iglesias invirtieran en la preservación del patrimonio artístico que poseen, o que cumplieran con solvencia y sin preocupaciones excesivas con sus labores de Caridad y ayuda social.

El régimen de enseñanza de la espiritualidad arrastra un retraso que es ya secular, con el añadido de que no ha hecho más que ensanchar la desigualdad que padece nuestra sociedad. Hasta que no hallemos un modelo razonable de escuelas concertadas o financiadas a través de un adecuado esquema de tributación local, seguiremos cargando con el lastre de que la apertura de la mente hacia la reflexión en torno a la espiritualidad y los fenómenos religiosos parece privilegio de quienes pueden costear la educación que llamamos “privada” lo cual, como se comprenderá, es abiertamente discriminatorio y, por tanto, contrario a nuestro orden constitucional y convencional.

Además, pende sobre los programas de estudio una espada de Damocles que no ha logrado disiparse desde los años treinta del siglo pasado, y que en cualquier momento puede recrudecer el laicismo y el jacobinismo, modificándose planes y programas con un supuesto criterio “científico” y “racional” o, peor, dando cauce a pensamientos pseudo-espirituales, como hoy por hoy parece estar ocurriendo en notorios espacios decisorios de lo público-expropiado, por poner el que acaso sea el ejemplo más plástico y preocupante.

Mención aparte en la normatividad merecerían las concesiones para operar medios de comunicación masiva, por razones obvias que resulta improcedente reiterar, pero que también lindan peligrosamente con la inconvencionalidad en materia de libertad de expresión y de acceso público y transparente a las diversas expresiones de lo que pluralistamente una sociedad democrática puede considerar verdadero y deseable en cada caso concreto. Durante décadas este acercamiento ha estado vedado en la generación de políticas públicas, e incluso en la promulgación de normativas generales en varios aspectos de la vida mexicana, lo cual ha terminado por notarse, y no en las mejor de sus versiones, por cierto.

Por lo que hace al culto público, se da el curioso caso de que la legislación secundaria y su operación a través de los criterios jurisprudenciales pro persona (así como de la interpretación conforme) podrían contribuir a paliar los efectos negativos de la reforma al artículo 24 constitucional que, al reducir la cuestión espiritual a sus manifestaciones públicas de culto, introdujo o reforzó obstáculos al adecuado ejercicio de las libertades religiosas. En esto, nuestro orden constitucional también ha mutado, y seguirá mutando tanto como las interpretaciones respetuosas de la pluralidad se abran paso entre nosotros.

Las restricciones a los derechos político-electorales de los ministros de culto (incluyendo por supuesto a su libertad de expresión) deben ser eliminadas partiendo de una adecuada interpretación de la Constitución mexicana y de los deberes convencionales del Estado. La interpretación conforme y el control de la convencionalidad abren la sugerente posibilidad de que en algún tiempo las perspectivas restrictivas y paleopositivistas sean expulsadas de nuestro sistema de fuentes a golpe de una labor y una didáctica jurisprudencial que se hagan cargo de la mutación experimentada por nuestro orden normativo supremo en el eje transición democrática-reforma estructural a los Derechos Humanos y a la Justicia constitucional.

Como podrá observarse, se puede dividir el estudio de la normatividad proyectada en varios subtemas, que a su vez poseen, cada uno, variadas y complejas aristas. Con todo, las herramientas de la actual hermenéutica judicial nos autorizan a concebir como deseable una legislación esbelta que permita el flujo de los precedentes en forma dúctil, libertaria, pluralística y creativa, cercenada del estrecho corsé que una interpretación literalista e integrista de la norma y de los antecedentes históricos ha impuesto en detrimento de uno de los derechos más trascedentes para el ámbito republicano de libertades e igualdad en la consideración dignificante y no discriminatoria de las personas.