La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 ha sido un parteaguas indiscutible en el avance de los derechos humanos. En ella se reconocen, por primera vez, a nivel internacional, una serie de bienes universales para todas las personas.
La libertad religiosa es recogida en el artículo 18 de este instrumento como uno de esos bienes inherentes a la persona. La libertad religiosa o libertad de religión tiene que ver, en primer lugar, con las convicciones profundas acerca del ser humano, del mundo en que vive, de la realidad en que existe y del sentido último de su existencia. Es una prerrogativa de la dignidad humana.
Se trata, por tanto, en segundo lugar, de un vínculo de esta realidad inmediata, visible y patente, histórica y temporal, a una realidad o dimensión más honda, profunda y auténtica, la dimensión trascendente. Entre ambas dimensiones, para quien así piensa y siente, hay una relación íntima y estrecha que se imbrican mutuamente. Aunque hay quienes piensan lo contrario, que solo existe la realidad inmediata, espacio-temporal, constitutiva de este mundo visible, fuera de la cual no hay ni conocimiento ni certeza de nada.
Estas convicciones, todas, en tercer lugar, para manifestarse privada y públicamente, en lo personal y en lo colectivo, han de ser protegidas y garantizadas por las autoridades y poderes públicos de la comunidad política, en los ámbitos local, regional e internacional, mediante marcos jurídicos acordes con la dignidad de la persona.
El derecho a la libertad religiosa puede definirse entonces como aquel que posee toda persona para decidir sobre sus convicciones de conciencia en materia del significado último de la vida. Para ello no debe de haber coacción y las personas pueden vivir de acuerdo a esas convicciones en lo público y en lo privado, de manera individual y/o asociada, sin más límites que el respeto a los derechos de terceros y al orden público.Esta publicación está patrocinada por nuestros socios Wigs